50 años de la muerte de la grandísima bailaora Carmen Amaya "La Capitana"
Bailaba, cantaba, hizo 17 películas... Se vestía muchas veces con pantalones para bailar... Se exilió de España durante la Guerra Civil... Pero Conquistó Europa, Sudamérica, EEUU, Sudáfrica...
El Somorrostro barcelonés era, a principios del siglo XX, una de las barriadas más pobres de la Ciudad Condal; entre sus habitantes, una nutrida colonia de gitanos. Allí, en una mísera barraca de madera, nació Carmen Amaya. Fue el 13 de noviembre de 1913, y con el tiempo se convertiría en una de las grandes leyendas del baile flamenco. De ella dijo Charles Chaplin: «Es un volcán alumbrado por soberbios resplandores de música española». Es solo uno de los cientos de testimonios admirados de quienes la vieron bailar.
En las chabolas del Somorrostro se forjó el carácter de Carmen Amaya, una mujer familiar, desprendida, arrogante y decidida, y con un notable sentido de la lealtad: por todo ello la conocían con el sobrenombre de «La Capitana». Su padre, José Amaya, «El Chino», era un esquilador mallorquín que se ganaba la vida tocando la guitarra por las noches en los «colmaos», acompañando a cantaores y bailaores. A Carmen, que en la escuela, en la que duró apenas dos semanas, había dado ya muestras de su nervio y personalidad, le gustaba bailar. «Aprendí a bailar con las olas del Somorrostro».
Destacaba por su desparpajo. Siendo todavía una niña, acompañaba a su padre por las noches; primero sin atreverse a entrar en los locales, por miedo a la Policía. Finalmente, sus ganas de bailar la harían entrar, y pronto se corrió la voz sobre el talento de una gitanilla que tenía una manera especial de bailar. El crítico Sebastián Gasch, su descubridor, escribió sobre ella tras verla en «La Taurina»: «De pronto un brinco. Y la gitanilla bailaba. Lo indescriptible. Alma. Alma pura. El sentimiento hecho carne. El tablao vibraba con inaudita brutalidad e increíble precisión. La Capitana era un producto bruto de la Naturaleza. Como todos los gitanos, ya debía haber nacido bailando. Era la antiescuela, la antiacademia. Todo cuanto sabía ya debía saberlo al nacer».
Todo nervio y corazón
Carmen Amaya logró entre los años treinta y los sesenta universalizar el flamenco. Era una mujer menuda, todo nervio y corazón, que bailaba de una forma casi salvaje, que convertía cada uno de sus movimientos en un imán irresistible. «La mejor bailarina del mundo», dijo Orson Welles; «el arte», la definió Greta Garbo. «Me dejo llevar por la música y bailo lo que me va saliendo. Sé cómo empezar un baile y cómo terminarlo. Pero entre medio no sé lo que pasa», explicaba en una entrevista publicada en Buenos Aires.
Pocas artistas concitan en el mundo del baile y del flamenco tanta admiración –rayando en el culto– como Carmen Amaya, de quien se ha destacado siempre también su bondad y su generosidad. Toda su familia viajaba siempre con ella y el dinero que ganaba le duraba apenas unos segundos en los bolsillos. Tras triunfar en España, y al estallar la Guerra Civil, viajó por numerosos países, tanto en Europa como en América. Allí se convirtió en una estrella, aunque no olvidó sus orígenes ni sus costumbres. Durante una estancia en Nueva York –cuenta la leyenda de la bailaora–, se le ocurrió comprar unas sardinas y asarlas en su habitación para toda la compañía. Aparte de que el humo y el olor alarmaron a la selecta clientela del hotel, se quemaron dos mesas, valoradas cada una en más de 900 dólares.
Una tormenta de aplausos
«Carmen Amaya es el granizo sobre los cristales, un grito de golondrina, el cigarro que fuma una mujer soñadora, una tormenta de aplausos. Cuando su gente llega a una ciudad, suprime la fealdad, la monotonía, la tristeza; cual vuelo de insectos devora las hojas de los árboles. Desde el ballet ruso de Serge Diaghilev no habíamos vuelto a encontrarnos este tipo de citas de amor en una sala de teatro». Estas palabras de Jean Cocteau, escritas en París en 1948, simbolizan la fascinación que provocó a lo largo de su vida Carmen Amaya.
El 19 de noviembre de 1963, poco después de las nueve de la mañana, Carmen Amaya murió por una enfermedad renal en su casa de Bagur (Gerona), acompañada por su marido, Juan Antonio Agüero, y varios de sus familiares y amigos. Enterrada en la misma localidad, sus restos fueron posteriormente trasladados al panteón de la familia de su marido, en Santander. El día de su muerte, otro de los mitos de nuestra danza, Antonio Gades, se encontraba en Barcelona cuando se enteró de la noticia. «Me fui por todos los tablaos de Barcelona –contaba el bailaor a ABC en 1993–. Cuando llegué al de la antigua vedette Bella Dorita, estaba la gente dando palmas y yo me puse a gritar delante de todo el mundo: «¡No tenéis vergüenza! ¡Que esté Carmen Amaya de cuerpo presente y haya un tablao abierto!» Me dediqué a cerrar todo lo que hubiera abierto de flamenco».
http://es.wikipedia.org/wiki/Carmen_Amaya
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